El niño no se había ahogado, ni había perdido su camisa. Ahí estaba, disfrutando en medio de un charco, de esos que se encuentran por la vida después de un hermoso día de lluvia. Tranquilo, sereno, pequeño, concentrado. Podría decirse que incluso meditando. Con la atención centrada en mantener a flote su barco. Sin nada más importante que pudiese descentrarlo. Ahí estaba y está. Sobre sus pies templados por el calor del calzado que algún adulto le habrá comprado. Con mano firme pero relajado. Ajeno al dolor y al sufrimiento que en este mundo algunos seres humanos hemos causado. Digo algunos porque confío en que no sean todos. Para que quede esperanza. Para que queden espacios. Espacios como éste en el que poder disfrutar de una natural instantánea de un niño jugando. Sin más pretensiones. Ni complicaciones. Algo tan sencillo como con un barco. Un barquito de papel hecho quizá con sus propias manos. Esas manos por las que rezo para que en un futuro, bello y no lejano, jamás puedan alzarse en pro de ningún maltrato. Doy gracias a Dios por los niños. Por la Inocencia. Y por los charcos.
Ana Gª Contreras.
En mi hueco,
rozando la mañana con este dedicado texto.