Borracho,
en la cera tirado,
como una cuba,
borracho;
lo atestigua
una lata de cerveza
de esas baratas
a su lado
y lo grotesco de su postura
con su ropa mugrienta
bajo un sol más que cálido
en la avenida
de Las Canteras.
A segunda hora de la tarde
más bien joven
tremenda pena
maestro de la locura
el abandono
y la condena.
El mayor desquicie es
que esta sociedad
tenga aceptado y permitido
el alcohol de esta manera;
no importa si alguien muere
o se pierde
con tal de que
los índices de ventas no bajen
ni el paro aumente.
No me cabe culpa.
Inocentes.
¿Es que nadie se hace responsable
a estas alturas
de estas y otras miserias?
Pues ese mismo nadie
que no se responsabiliza
ahora que yo alzo la voz,
por favor,
que escuche si quiere
y aunque no quiera
calle,
no se entrometa
pues no hay derecho,
entre tanta vida y belleza,
a ver a ese ser insondable,
allí,
tirado en la acera.
¿O es que sólo a mí me remueve?
No lo creo así,
todavía han existir,
por estos lares,
humanos seres.
Respeto su intimidad
y sus designios
y, si aún le quedan,
sus pensamientos,
incluso
el como va vestido.
Veo pasar un par de niños,
en bañador,
andando,
morenos,
que lo miran sin miedo,
sin juicios
y sin desprecio
y aprendo
lo que ellos aprenden
en ese certero momento:
a no llegar nunca a ello.
Yo podría haber estado ahí;
sólo de pensarlo,
me estremezco.
Camino tranquila
y me siento.
Mi voz profunda se duele
y revela.
No puedo seguir mi camino
sin antes escribir estas letras
corriendo
escuchando,
en silencio,
el sonido del mar de fondo,
el mismo sonido,
el mismo mar que,
seguramente,
de estar sobrio,
escucharía ese hombre
sin locura y sin odio.