En efecto, después de un tiempo... Heme aquí de nuevo...
En esta tarde de invierno.
Me encanta el sonido de los cascos del caballo cuando pasa por mi calle sobre la acera. Lo oigo por mi ventana que, aunque parezca cerrada, siempre está abierta.
Me encanta ese cantar de antaño, ese repiqueteo que me transporta, en el espacio y en el tiempo, en un ligero vuelo, a una sociedad sin desiertos.
La culpa esta vez, mira por dónde, no es del cambio climático. Podrías decirme, querido lector, lectora que es un hecho constatable el avance de la desertización a día de hoy. Pero recuerda… para hablar… habremos de sintonizar canales. Recuerda que te he contado que, afortunadamente, de vez en cuando, escucho el repiqueteo de los cascos de un caballo por mi ventana. Es un lujo que demuestra que soy afortunada. Es un sonido constante, amable, rítmico; con una cadencia pausada, cadencia que le otorga al animal la fortaleza de sus patas, el saber y reconocer el camino; el poder transitar, discurrir por él, tranquilo, sin miedo a los avances en tecnologías de metales sin sentido. Recuerda que escucho ese sonido que, junto con la música de mis aposentos, me hace sentir, sentirme, por dentro.
Me hace conectar con todo aquello que considero bueno una vez que, como mujer, permanezco libre de la necesidad de enjuiciar a lo que conforma el resto. Ahora sumo. Ahora acierto. Ahora retorno a lo cuerdo. Los cascos del caballo me recuerdan el ritmo perfecto. Ahora un paso, ahora otro; sin premura ni desconcierto. Sin ningún tipo de angurria ni desvelo. Sin morirme en el intento; sin miedo.
Es este mediodía que roza el viento aún no me he asomado a la ventana pero puedo verlo. En la arena del oasis de mi desierto. Lo veo. Es un caballo bayo, precioso; algo terco. Sus ojos de color azabache que no podría describir de otro modo rindiendo como siempre rindo culto a los ancestros a través de casi todos mis textos. Con un remolino de tiempo manso en sus sienes, con algún que otro lago de claridad en su piel salpicando sin cansancio su aguerrido cuerpo. Éste está bien alimentado, bien cuidado, bastante mejor que otros que conociera antaño, aunque existen todavía algunos libres y salvajes, lo sé cierto –no sólo porque lo digan algunos cuentos-.
Lleva bien su trabajo. De hecho, ha conseguido bien el llevarlo. Pasea por mi calle con brío, su andar no es cansino. Podría horadar las piedras con sus quijadas si quisiera pero no, no lo hace. Mantiene su buen talante con su planta más que elegante y me gusta. Me gusta mucho él y la música que hace mientras hace camino; su destino. Sin violencia. Sin nada ni nadie que le cause interferencias. Se abre paso -¿cómo decirlo?- como por naturaleza. Es una obra maestra de la vida, la maestra perfecta.
Cómo me gustan esos tiempos que quizá vuelvan. Esos tiempos en los que la contaminación no existía de ninguna manera. Donde los sonidos no eran irritantes a cosa hecha. Tiempos en los que los caballos poblaban más nuestras calles y aceras, cuando éstas todavía no eran más que polvo y tierra. Tiempos en los que asentarse, en los que poder hablar de la cosa nuestra.
Querido lector, lectora, ¿has sintonizado ya esta onda? Esta onda bella. Esta onda en la que hacer de los espacios públicos algo mejor que el ágora de la antigua Grecia, esa cuna de cultura que se estaba convirtiendo en otra arena.
Pues ya podemos sentarnos en el comienzo de esta tarde nacarada pues así es la luz de la misma que está entrando por la ventana. Podemos sentarnos y posiblemente, si se une tu voluntad a la mía, hacer de nuestra plática un salmo. Un rezo ¿por qué no?, hasta “laico”. Hablemos de los desiertos y de los jardines dorados. De los muros y vallas que ya se han derribado. De nuevas maneras más sencillas y económicas de desalar el agua que, proveniente del inmenso mar, del vasto océano, besa nuestras arenas, nuestras costas, nuestras palmas… Demos paso a los verdaderos genios de la cultura, de la vida: aquellos que ya saben que todo está inventado, que la sanación se ha logrado, que el mundo está sano.
Y, mientras hablamos, veamos de esta nueva sana manera todo lo logrado y… lo que queda. Y hagámoslo. Conversémoslo primero. Desde la tranquilidad de este patio. Desde el más tierno respeto. Sin esfuerzo. Sin necesidad de armas ni de engaños. Sin necesidad de lo innecesario. Amémonos en cada palabra que compartamos y en cada gesto que hagamos y queramos extender este amor y este punto de encuentro, santo, a todos los seres que comparten con nosotros, en este planeta, sus sueños, su espacio.
De verdad, cómo me gusta el sonido, al caminar, de los cascos de esta yegua que ya es mía y que se llama Libertad. Libertad de ser yo misma y poderme expresar. Poderme expresar para sanar todo lo que veo por mi ventana y más allá aunque todavía rueden unas lágrimas, calientes y redonditas, por mis mejillas al pensar que hay que detener, ya en la actualidad, el avance de los desiertos y es más…
hay que poner freno, sin tregua, como camina la yegua por el pavimento, a esos desiertos internos que parecen abundar entre algunos miembros de nuestro mundo social. Todo en equilibrio. Todo en igualdad. Reformemos el aparente irreformable sistema si es que es tan grande ¿el…? que, tras todo lo visto y constatado, aún no lo queremos tirar. Remendemos todo lo que está produciendo la barbarie para que nadie, nadie llegue nunca más a quedarse sin alimento, sin respeto, sin cariño, sin suelo, sin un techo para se cobijar. Porque, ¿sabes contertulio amigo?, ¡cómo disfruto de esta tranquilidad!, de esta paz que me rodea y que se ha hecho ya, en mí, mi forma de andar; de esta paz que es siempre mía y que conmigo va, en la que vivo día a día, como mujer altruista en esta sociedad, una nueva realidad puesto que ya es parte, para siempre, integrante de mi hogar, de toda mi estructura in-ter-na. Quisiera que este verdadero bienestar pudiera ser de muchos más hasta llegar al infinito y más... allá donde se pudiera necesitar.
Para que nadie sufra, para que nadie sufra nunca más ni muera y menos de soledad. Para que nadie se ahogue en la arena del desierto de la enfermedad que produce una forma de sociedad a la que hay que ponerle remedio de urgencia ya.
Sigamos hablando un rato, un ratito más. Sacudámonos lo que pudiera quedar de aquel barro primigenio para no molestar ni ser molestados en este correr del tiempo pausado, como el repiqueteo que oigo por mi ventana de los cascos del caballo que, con su pelo fuerte, con algo de brillo y sus crines un poco usadas, en este día de invierno, se alza majestuoso ante mí, en mi sueño y me hace llamarte a ti para que también puedas verlo.
No podía quedarme sola en mí sin compartir, aunque sea por unos instantes, algo tan bueno: este regalo de tierra y cielo.
Termino este escrito y, de nuevo, por mi ventana, escucho, sobre la acera, cómo los cascos del caballo repiquetean, como una linda y alegre campana de la conciencia. Despierta. Ahora, junto al silencio que deja su armónico paso, también entra por estos vanos, el sol, tibio y cálido.
Ana Manuela García Contreras.
Martes de Carnaval 2.016. L.P.G.C.
(Gracias a tod@s aquell@s que me inspiran y me inspiraron, que me ayudan y me ayudaron; que... me aman y me amaron).